Extracte de la revista Solaig de 1983
¿Queréis saber la verdad? Entonces, ¡Esta es la verdad! No estoy loco, aunque la cordura me abandonó hace demasiado tiempo. Ustedes han escuchado muchas historias bizarras sobre mí, algunas se acercan bastante a la verdad. Otras, son mucho peores de lo que se cuenta por los tugurios de mala muerte. Ciertamente, no pretendo que me crean, pero cómo no manifestarme ante tales habladurías… Déjenme que les cuente el infierno que he pasado. Infierno, sí… Entro y salgo a diario de él. Ustedes no sobrevivirían ni un instante allí. Entonces, ¿cómo aseguran que estoy loco? Pero lean… y juzguen después.
Mi familia ha formado parte de la aristocracia desde hace varias generaciones. Nací rico, crecí rico y moriré inmensamente rico. Esta noche moriré, sí, pero… ¡Rico! Mi tatarabuelo llegó a España a finales del siglo XIX. Conoció a su primera esposa en Nueva Orleans, poco después de la guerra de Secesión; una española que estaba de visita por el nuevo mundo y que murió de tuberculosis al poco de regresar a España, después de un año de luna de miel girando por el mundo. Él era un músico que se ganaba la vida tocando allá donde le contrataran. Era escandalosamente atractivo y logró enamorarla —como a tantas otras— una noche en un club de copas. Heredó una suma de dinero muy generosa y supo gestionarlo sorprendentemente bien. Se instaló en Madrid, donde logró tener cierta influencia gracias al encanto natural que desprendía y amistades como la de Benito Pérez Galdós, el cual le introdujo en la política madrileña. Se volvió a casar, esta vez con la marquesa de Villapadierna, Raimunda Avecilla. Desde entonces, el ascenso social fue en aumento hasta tal punto, que todos los hombres de mi familia han dirigido los mejores bancos del país. Yo tuve que conformarme con hacer lo propio en un pequeño banco de Vall-Porgues, que mi padre, por azares del destino, terminó dirigiendo cuando se casó con mi madre, nacida en Vall-Porgues.
Pequeño banco, es cierto, pero el más importante del pueblo. Mi padre amaba tanto a mi madre que no dudó en cambiar las tertulias del Café Gijón por las partidas de naipes del Café Antic, y los paseos por la Castellana por las caminatas por los Picos Gemelos. Fue un hombre recto, tremendamente respetado y amado. Conmigo, en cambio, fue salvajemente estricto, tanto en la educación como en sus expectativas con mi futuro. Nunca obtuve un abrazo suyo, ninguna muestra de cariño, sin embargo, era el más dulce del mundo con el resto de la gente. Yo vivía expresamente para agradarle, para que se sintiese orgulloso de mí. Nunca lo logré. Ni tan siquiera cuando mi puesto en la dirección del banco fue aprobado por todos los miembros de la directiva. A diferencia suya, no he conseguido ser amado por los vecinos. He sido respetado, temido incluso. He tenido entre mis brazos a las más bellas mujeres de la región, aunque el amor me ha sido esquivo. ¡He sido envidiado! Eso es. La envidia es la motivación de tantas calumnias. Iré al grano, el tiempo apremia y la noche llama a la puerta.
Empecé a notar que no podía conciliar el sueño después de aquella maniobra bursátil. Era tremendamente arriesgada, pero cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. Siempre he sido astutamente hábil, haciendo equilibrismos entre los vacíos legales en algunas leyes y la ausencia de la ética en otras. Pero… ¿Qué demonios hacía el Banco de España metiendo sus narizotas entre las finanzas de un banco tan pequeño? ¡Maldita sea! Me notificaron que estaban investigando mi gestión. A partir de ese momento empezaron las pesadillas. Al principio solo era un instante, una breve escena, un suspiro en la noche. En el sueño, unos coches llegaban de madrugada a la entrada de mi casa —ubicada en la zona más exclusiva del pueblo— y unos hombres de negro andaban lentamente hacia la puerta. Me despertaba entonces sobresaltado, con sudores fríos. Esta pesadilla se fue repitiendo en el tiempo, hasta que un día se presentaron en mi despacho unos abogados del Banco de España solicitándome ciertos documentos. Si ustedes hubiesen visto con qué amabilidad y tranquilidad les atendí… Si me llegan a ver no afirmarían entonces que estoy loco. Pero algo cambió ese maldito día. La pesadilla evolucionó. Es imposible cartografiar los dominios de Morfeo, allí las reglas del mundo real son inanes. Los hombres de negro no se limitaban a esperar en la entrada de mi hogar, o mejor dicho, no conseguía despertarme en ese instante. Las figuras enigmáticas, pues se asemejaban más a sombras que al estado físico y tangible de un ser humano, conseguían penetrar mis posesiones por todos lados; tanto por las ventanas como por las puertas. Y yo no podía gritar, no podía correr, estaba tan preso del pánico que me era imposible mover un solo músculo. La pesadilla terminaba cuando se disponían a entrar en mi dormitorio. Ahí empezaba un carrusel de gritos, llantos y desconcierto que alertaba a mi mayordomo Wells, que, un día tras otro, intentaba calmarme con todo tipo de sedantes y paños húmedos. Pero no les he dicho lo más desconcertante y, a la vez, inquietante…, ¡las ventanas y las puertas estaban abiertas de par en par tras despertarme! Ahora lo sé, esas criaturas conseguían cruzar el umbral del mundo de las pesadillas y se materializaban en el nuestro. Y fíjense si estoy cuerdo que ordené tapiar las ventanas por si las sombras volvían a visitarme. ¿Haría esto un loco?
Durante un tiempo no volví a tener ninguna pesadilla. Pero estarán ustedes equivocados si creen que la normalidad reinaba en mi vida. ¡Oh, dios mío, añoraba tener las pesadillas, porque lo que viví durante meses fue el infierno mismo! Los fantasmas me perseguían allá donde iba. Contaré, entre los innumerables momentos de terror, uno especialmente grave y que promovió todo tipo de especulaciones entre los círculos más ociosos. Me encontraba en la plaza del pueblo, compartiendo opiniones sobre lo divino y lo humano con otros hombres, entre copas de vino rancio —aunque el mejor vino no es el más caro, sino el que se comparte— cuando de repente, para mi asombro, de dentro de la taberna empezaron a salir las sombras, directas hacia mí con tal rapidez que no pude, sino quedarme congelado en mi silla. Los tenía a mi alrededor y nadie los veía. ¡Nadie! Los demás seguían bebiendo y riendo ajenos a tales horrores. Entonces miré por primera vez las caras de esos demonios. ¡El abismo! Una oscuridad eterna me miraba a los ojos y me gritaba: “¡vergüenza!”. Entenderán ustedes por qué salí corriendo, tambaleándome entre sillas y mesas, ante la total perplejidad de los presentes. Durante mi alborotada huida, entre gritos de “dejadme en paz” y “detenedlos”, miré un instante la mansión abandonada de la plaza. En el balcón había una silueta que me era familiar. No supe reconocerla. Pero lo que vi me perseguirá más allá de mi muerte, pues a diferencia de las sombras que estaban vestidas de la más absoluta nada, esta nueva aparición tenía ropajes antiguos, con un semblante pálido y extrema gravedad en el rostro, como si de las pinturas de El Greco se hubiera escapado alguno de sus caballeros. Este ser me apuntaba con un brazo extremadamente alargado, con un dedo esquelético, cadavérico y deforme, y con una voz cavernosa, surgida desde las entrañas de la tierra misma, gritando “¡culpable!”. Esa palabra cayó como una tremenda losa encima de mi conciencia. No salía sonido alguno de mi garganta, aunque mi alma aullaba de tal forma que bien podría escucharse desde los confines del universo, desfalleciendo cuando el terror me era ya insoportable.
Y un buen día, todo se esfumó. Recuperé la tranquilidad y el sueño, aunque siempre estaba alerta por si en algún rincón aparecía la criatura demoníaca que vi en la mansión abandonada. Fue breve mi felicidad, tan breve como una lágrima en el desierto que se evapora al instante al entrar en contacto con la arena. Una carta del director del Banco de España me ordenaba la suspensión de empleo y sueldo por las irregularidades antes mencionadas. No se habló en el pueblo de otra cosa durante semanas, asegurando que me había vuelto loco por el despido. Y de nuevo… las sombras. Esta vez, ya conseguían entrar en mi habitación durante el sueño. Cada vez estaban más cerca. En la última pesadilla, los seres del abismo rodeaban mi cama mientras el ser telúrico del Palau se paraba a los pies del camastro, erguido frente a mí, con el brazo extendido, casi acariciando mi cara, susurrando con esa voz gutural que haría estremecerse hasta el mismísimo Hércules: “en el próximo sueño te llevaré conmigo para que ardas en el infierno durante toda la eternidad”.
Han pasado 9 meses desde que sobreviví a la más horrenda de las pesadillas que cualquier hombre haya soñado jamás. Durante este tiempo, no he vuelto a dormir, recurriendo a todas las drogas posibles para mantenerme despierto y evitar que esa criatura cumpla su amenaza. No distingo ya lo que es real y lo que no. Vago de noche por las desiertas callejuelas del pueblo y las casas se inclinan hacia mí, estrechando las vías y oprimiéndome el juicio. Las ventanas me observan, las farolas se oscurecen a mi paso, ahora navego por los mares de la locura, empujado por el viento del tormento, sin timón ni timonel. Ahora díganme, ¿perderían ustedes el juicio?
Esta noche voy a penetrar por última vez en el mundo de lo onírico. Lo he dispuesto todo para mi funeral. Le dejo toda mi fortuna a mi mayordomo Wells, mi fiel servidor que me ha acompañado toda mi vida. Insiste en hacer guardia esta noche en la entrada del dormitorio. Le he dado orden de no entrar hasta las 14:35. Estoy convencido de que el ser fantasmagórico se me llevará con él.
Ahora lo entiendo todo. Ya logro reconocer el rostro del espectro que me atormenta. Es mi difunto padre, que desde el mundo de los muertos traspasa el umbral para seguir torturando mi alma en vida hasta que consiga llevarme al averno por mis pecados.
Estoy preparado.
Es hora de dormir.
F. Rockwell
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